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miércoles, 1 de septiembre de 2010

Joan Brossa, también en Berlín




Diez días en Berlín y Leipzig dan para mucho. Estar en estas ciudades del corazón de Europa hace que sientas lo que leíste en los libros de Historia. La puerta de Brandenburgo, por donde pasaron las juventudes hitlerianas; el Muro, del que se conservan restos por toda la ciudad; las torres de vigilancia que todavía quedan, los coches rusos, la arquitectura con ladrillo rojo, los camposantos con siete mil soldados soviéticos, el cruce de Mariannestrasse donde cayeron tantos que quiseron cruzar, y aquellos que lo lograron milagrosamente con un globo, las interminables redes de cables para los tranvías…, y la contemporaneidad con su mistura de razas: turcos, árabes, polacos, nigerianos…, en el barrio de Kreuzberg, la pequeña estambul, donde nos quedamos en un piso arrendado. Y Berlín con sus costumbres: moverse siempre en bicicleta, también por los barrios más chic, Savigny, con sus chocolaterías coquetas, o Prenzlauer Berg, con su aire parisino, y sus galerías de arte con propuestas a cuál más sugerente, la galería Cream o IB de Kolwitzstrasse, y otras tantas alternativas, como la Neue Galerie, la Berlinische Galerie o los cafés (o espacios más bien) con programa de performance o música. Una ciudad encantadora, donde nadie contamina, y en la que los adolescentes hacen en los parques sus guateques con luminarias y cervezas con trigo, cenas con salchichas y guitarras decoradas. (Y sin dejar basura, naturalmente). Qué envidia. No podían faltar sorpresas: una de ellas la exposición de Brossa en el Instituto Cervantes de Berlín, con un catálogo cuyo diseño asombra, y con una muestra de objetos e instalaciones magníficas. 

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